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Por qué nos odian

Por qué nos odian

Las masacres de Boston, Nueva York o Madrid nos parecen un acto de barbarie sin sentido, pero responden a un proceso perfectamente frío y racional.

“Al Qaeda está probablemente encantada con el atentado de Boston”, escribe Bruce Riedel, un exagente de la CIA que ahora dirige un proyecto para el think tank Brookings. Los dos hermanos de origen checheno que pusieron las bombas, Tamerlan y Dzhojar Tsarnaev, “quizá no hayan tenido ningún contacto” con la red terrorista, admite Riedel. Los propios rebeldes del Daguestán han negado toda relación con la matanza. “No estamos en guerra con Estados Unidos”, subraya en un comunicado el Comando de los Muyahidines del Cáucaso.
Y aunque Tamerlan hubiera sufrido un proceso de radicalización y un tío suyo haya declarado a la NBC que últimamente no se le caía la palabra Alá de la boca, los agentes del FBI lo investigaron a instancias del Gobierno ruso y no pudieron probar su vinculación con ninguna guerrilla extremista.

Y sin embargo, no le falta razón a Riedel cuando sostiene que Al Qaeda está probablemente encantada con el atentado. Las imágenes de cuerpos mutilados estarán ya circulando por las webs yihadistas. Forman parte de su técnica de apostolado, de sus campañas para reclutar voluntarios. Durante la guerra de Irak, en los bazares de Bagdad era habitual encontrar vídeos con decapitaciones de rehenes. A los occidentales nos parecían un acto de barbarie indescifrable, igual que lanzar aviones de pasajeros contra las Torres Gemelas o volar trenes en Atocha. Pero, como explica Gilles Kepel en Fitna, son la expresión de un proceso perfectamente frío y racional.

Su origen se remonta a mediados de los 90, cuando los islamistas más lúcidos se dan cuenta de que están metidos en un callejón sin salida. En Egipto, Mubarak los ha machacado. En Argelia y Sudán, la yihad ha degenerado en una pesadilla sangrienta y se ha vuelto contra sus instigadores, que se asesinan entre sí en medio del desconcierto y la repugnancia del resto de la población. Pero la mayor decepción es Irán, que debía encarnar la utopía islamista y solo ha traído “un desempleo masivo, una moral represiva y un orden social esclerotizado”.

Esta cadena de fracasos ha sumido el islamismo en el descrédito. No logra movilizar a las masas árabes para derrocar a los Gobiernos apóstatas, el “enemigo próximo”. Hay que cambiar de planteamiento, infligir un golpe al “enemigo lejano”: Estados Unidos y sus aliados. Esta revisión estratégica la expone pormenorizadamente Caballeros bajo la bandera del profeta, un libro que el líder de Al Qaeda, el médico egipcio Ayman al Zawahiri, cuelga de internet en diciembre de 2001. Las imágenes de muerte y destrucción en Nueva York no buscaban sembrar el pánico en Occidente, sino enardecer a sus fieles y acrecentar las filas islamistas.

El éxito es fulminante. La yihad, desprestigiada por las matanzas sin sentido de Argelia y el desgobierno iraní, vuelve a ponerse de moda. En el vídeo que recoge la visita de un jeque saudí a Afganistán poco después del 11S, un Bin Laden exultante dice que “en Holanda el número de personas que se han convertido al islam durante los días siguientes a las operaciones ha sido mayor que el total de los últimos 11 años”. La imagen de las Torres Gemelas desmoronándose constituye una fenomenal victoria simbólica. La “vanguardia bendita de los musulmanes” ha puesto de rodillas a la arrogante América.

Esta lógica sigue en pie. Quizás Tamerlan solo fuera otro de esos chalados que periódicamente irrumpen a tiros en un instituto o un centro comercial, pero Al Qaeda no dudará en apropiárselo.
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