iymagazine.es
A vueltas con el escrache

A vueltas con el escrache

¿No hay asimetría en que se ordene a la policía perseguir a los militantes del PAH y, sin embargo, se permita que la banca hostigue “a las personas más vulnerables” para desalojarlas de sus viviendas?

Un viejo y buen amigo me confesó una vez que, en sus años de líder estudiantil, perpetró un pucherazo en unas elecciones universitarias. Franco acababa de morir, la tradición democrática era frágil y nadie estaba mirando, así que vació una urna y la llenó con papeletas de su asociación. “Los adversarios eran unos pijos que no pensaban hacer nada”, me explicó. “Nosotros teníamos un programa magnífico. ¿Por qué íbamos a consentir que ganaran los malos? ¿No tenemos la obligación de combatir la injusticia por todos los medios a nuestro alcance?”

No es una objeción fácil de rebatir. La democracia no garantiza, en efecto, ni la superioridad moral de una decisión ni su eficiencia. La historia está llena de líderes elegidos con mayorías abrumadoras que han arrastrado a sus países a la opresión, a la ruina o a ambas cosas. ¿Por qué votamos, entonces?

Aunque hay quien defiende lo contrario (como James Surowiecki en Cien mejor que uno), el pueblo en su conjunto no es más perspicaz que cada ciudadano tomado por separado. Las urnas no transforman mágicamente millones de errores individuales en un acierto colectivo. Simplemente confieren legitimidad a una alternativa, que puede ser perfectamente la de unos pijos que no piensan hacer nada, pero que le caen mejor a la mayoría. Votar no es una vía de conocimiento superior. No nos conecta con fuerzas subterráneas que se comunican directamente con La Verdad. Votamos porque no nos ponemos de acuerdo sobre lo que hay que hacer. Si lo supiéramos, encargaríamos al técnico oportuno que nos resolviera el asunto, igual que nadie somete a referéndum cómo se arregla el ascensor o la caldera.

Esto no siempre ha sido así. En el siglo XVIII, deslumbrados por el espectacular avance de la física newtoniana, los filósofos ilustrados intentaron trasladar su éxito a otras áreas del conocimiento. Creían que la aplicación del método científico a la política acabaría con la injusticia y la opresión. En su lóbrego calabozo de Bourg-la-Reine, el marqués de Condorcet murió convencido de que los problemas sociales tenían una solución y solo una, igual que los matemáticos, y que si dábamos con ella abriríamos las puertas a una era de progreso ilimitado.

Por desgracia, los problemas sociales no son como los matemáticos. Admiten varias respuestas y, cuando uno se empeña en que la suya es la única sensata, el resultado es el Terror. Ni siquiera en un área como la economía, los expertos disponen de remedios universales. Harry Truman se pasó la vida reclamando “un economista manco”, harto de que, cada vez que solicitaba asesoramiento, le respondieran: “Cabe esta posibilidad, pero por otra parte (on the other hand)…”

Condorcet creía que la naturaleza había unido con “una cadena inquebrantable la verdad, la belleza y la virtud”, pero probablemente no haya dos personas que coincidan en su definición de verdad, y no digamos ya de belleza o de virtud. En este universo de opciones permanentemente abiertas, la democracia solo ofrece un modo juicioso de ordenarlas y, si queremos que prevalezca la fuerza de la lógica y no la lógica de la fuerza, es esencial evitar cualquier intimidación, tanto sobre los ciudadanos que deben elegir a sus representantes, como sobre los representantes una vez elegidos.

Esto no siempre es sencillo. Cuando uno está convencido de que la justicia está de su lado, resulta irritante ver a los políticos arrastrar los pies. Ése es el fundamento del escrache. Como escribe la novelista Cristina Fallarás, ¿no es una respuesta proporcionada ante la desesperación de “miles y miles de ciudadanos [que] se han quedado sin techo”? ¿Y no lleva razón Ada Colau, la presidenta de la Plataforma de Afectados por las Hipotecas (PAH), cuando asegura que la verdadera violencia es la de “los Gobiernos que inyectan dinero [a la banca] mientras la gente se tira por la ventana”?

Si lo que Colau dice fuera una descripción aproximada de lo que está pasando, el escrache me parecería una iniciativa hasta tibia. Pero los contornos del problema son bastante más difusos. Ni siquiera disponemos de cifras exactas sobre los desahucios. El ministro de Economía, Luis de Guindos, ha encargado un informe y la propia PAH sólo ha reunido “cientos” de casos de víctimas de cláusulas abusivas. Dando por supuesto que esos “cientos” sean 999, nos encontraríamos con un drama francamente menor. En un país con un saldo vivo de millones de hipotecas (entre cuatro y ocho, aquí tampoco hay cifras exactas), supondrían un porcentaje de entre el 0,01% y el 0,02%. Incluso si aceptáramos la existencia de esos “miles y miles de ciudadanos sin techo” de que habla Fallarás y eleváramos los 999 a 99.900, la proporción oscilaría entre el 1,2% y el 2,5%.

Imponer la dación en pago para resolver la situación de un 2,5% de las familias hipotecadas es una cuestión opinable, porque no es una medida inocua. Se endurecerían las condiciones de los préstamos futuros y se retrasaría el saneamiento de la banca y, por tanto, la recuperación de la actividad y el empleo.

Por despejado que vean el horizonte la PAH y sus allegados, hay más opciones y lo sensato es dejar que el debate democrático, con todas sus imperfecciones, siga su curso sin interferencias ni escraches.

¿Y no hay asimetría en que, como dice la PAH, se ordene a la policía que persiga a sus militantes y, mientras tanto, se permita que los bancos hostiguen “a las personas más vulnerables” para desalojarlas de sus viviendas?

Sin duda, pero eso es el Estado: el monopolio de la violencia legítima. Siempre habrá coacción, tanto en una dictadura como en una democracia. La diferencia es que en una democracia se ejerce después del debate, no antes ni durante.
Valora esta noticia
0
(0 votos)
¿Te ha parecido interesante esta noticia?    Si (1)    No(0)

+
0 comentarios